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lunes, 12 de marzo de 2018
lunes, 28 de octubre de 2013
Elvira Lindo, la grande
Como ya sabéis de mi afición y mi admiración por esta gran mujer y escritora. En lugar de colgar los artículos, de ahora en adelante pondré os pondré enlaces de lugares donde podéis encontrar sus artículos:
-Página web oficial de Elvira Lindo
-Artículos publicados en El País
Además os dejo uno que, aunque tiene algún tiempo, es premonitorio y tristemente actual: SABER O NO SABER.Y esto va acompañado del COMENTARIO que escribí hace unos años. No es la perfección ni el objetivo. Es una posibilidad más. Espero que os sirva.
-Página web oficial de Elvira Lindo
-Artículos publicados en El País
Además os dejo uno que, aunque tiene algún tiempo, es premonitorio y tristemente actual: SABER O NO SABER.Y esto va acompañado del COMENTARIO que escribí hace unos años. No es la perfección ni el objetivo. Es una posibilidad más. Espero que os sirva.
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Artículos de opinión 2º Bach,
Comentario de texto,
Elvira Lindo
miércoles, 9 de octubre de 2013
Bajo nivel de los adultos en las pruebas PISA
En estos días la prensa nos ha sorprendido con esta NOTICIA sobre el nivel de los adultos en Lengua y Matemáticas.
¿Qué pensáis?
Elvira Lindo ya ha opinado en su artículo "A lo suyo"
¿Qué pensáis?
Elvira Lindo ya ha opinado en su artículo "A lo suyo"
jueves, 4 de abril de 2013
La madurez, de Elvira Lindo
EL PAÍS 10
OCT 2012 - 00:02 CET
Eric
Kandel, 83 años, premio Nobel de Medicina, dirige un equipo de neurociencia en
la Universidad de Columbia. Woody Allen, 67 años, director de cine con un ritmo
de una película al año. Philip Roth, escritor, 79 años, su etapa de excelencia
creativa tuvo lugar a partir de la década de los noventa. Charlie Rose, 70
años, presenta el programa más respetado de entrevistas de la televisión
pública americana. Alice Munro, 81 años, la Chéjov canadiense, su último libro Demasiada
felicidad se publicó
hace tres años. Paul Preston (1946), historiador entregado a la historia
reciente de España. Santos Juliá (1940), historiador con estudios
imprescindibles como el dedicado a Manuel Azaña. Manuel Seco (1928),
lexicógrafo, académico de la lengua, autor del Diccionario
del español actual. Antonio
López García (1936), pintor, referencia obligada del realismo español. Pedro
Almodóvar (1949), el director de cine español con más prestigio internacional.
Javier Marías (1951), uno de los escritores españoles con más proyección
internacional. Margarita Salas (1938), bioquímica, actualmente imparte clases
en el centro de biología molecular Severo Ochoa, miembro de la Real Academia.
Tzvetan Todorov (1939), filósofo, crítico, lingüista, pensador imprescindible.
Martin Amis (1949), su última novela, Lionel Asbo,es de 2011.
David Hockney (1937), pintor, en estos días investiga el dibujo en nuevos soportes.
Carmen Linares (1951), maestra del cante. Haroche (1944) y Wineland (1944),
premios Nobel de Física de este año. Paul Krugman (1953), premio Nobel de
Economía 2008. Riccardo Mutti (1941), director de orquesta. Paul Simon (1941),
clásico de la música pop. Y un incontable etcétera.
Son
personas que han dado lo mejor de sí mismos después de los 50 años. ¿Por qué
entonces se considera que los periodistas están acabados a partir de esa edad?
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Elvira Lindo
jueves, 27 de enero de 2011
NOCHE DE REYES de Elvira Lindo
EL PAÍS 09/01/2011
He cerrado mi agenda de 2010. Suelo guardarlas y no sé bien para qué. Con el tiempo, leo las pequeñas notas que tomé en ellas y se me vuelven indescifrables, como si entrara en la intimidad de una mujer que ya me es ajena. Alguna vez intenté escribir un diario por la curiosidad de recordar con el tiempo quién fui, pero creo, como V. S. Naipaul, que donde uno muestra la verdad acerca de sí mismo es en la ficción; en las memorias o diarios, uno está siempre controlando su imagen. Prefiero dejar que los recuerdos broten por un capricho inesperado del pensamiento. Escribo esto en la noche de Reyes. La más evocadora del año. Más triste aún que la Nochevieja cuando no se tienen niños chicos. Lejos del tumulto infantil de la Cabalgata que en estos momentos atraviesa la ciudad, toda una procesión de sensaciones del pasado recorre mi mente e invade esta habitación solitaria. El olor de las muñecas nuevas, el tacto de su pelo sintético, el ruido de sus ojos al abrirse y cerrarse, las páginas ásperas de un libro de Historias Selección, el tacto cariñoso de unas manoplas, el brillo del charol de unos zapatos que me vienen grandes. También está el recuerdo de ese frío antiguo que nos llevaba a los niños a desnudarnos alrededor de la estufa: caliente la cara, frío el culo. Y el miedo nocturno a las tres presencias fantasmales, queridas y temidas a la vez, que provocaban el único insomnio del año, vencido al fin por el poderoso sueño infantil. Y la extraña envidia por los juguetes de los chicos, por la complejidad mecánica de un coche a pilas o de un pequeño scalextric. La superposición de sensaciones: junto a la alegría de lo que se gana, la constancia, ya desde tan chicos, de lo que se pierde. No hay villancico que lo cante más claro, "La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos, y no volveremos más". Por algo el crítico inglés Cyril Connolly lo citaba siempre como modelo de la verdad que contienen algunas canciones populares. Los años se van para siempre, se resumen en unas cuantas notas escritas en una Moleskine roja. Tal vez, como intento de recuperación de lo vivido, pueda seguir algún día mi rastro en 2010 por el título de los artículos que a menudo anoté en su día correspondiente. Podré recobrar el estado de ánimo en el que los escribí. Hay algunas opiniones con las que creo que ahora no estaría totalmente de acuerdo. Pero qué importa. ¡Ay de aquel que se sienta capaz de firmar sin un mínimo de incomodidad todo aquello que ha escrito! Creo que sí recordaré este 2010 por haber sido ese año en que todo el mundo aseguraba que lo peor estaba por llegar. La Nochevieja de 2010 será aquella en que los mejores deseos se convirtieron en los peores designios. También lo recordaré por la costumbre ya afianzada de desconfiar de todo aquel que no piensa como tú. Eso estaba ya en 2009, pero tal vez sea el recrudecimiento de esa inercia lo que ha terminado siendo agotador. Hace unos días, sin ir más lejos, escribí una pequeña columna sobre la ley del tabaco. Más o menos venía a decir que la regulación antihumo acabará prosperando aunque solo sea porque nos iguala a otros países europeos. Bien, entre los muchos comentarios que obtuvo la pieza no faltó el del avispado de turno que descubría al mundo cuáles eran las razones ocultas de mi posición: "Cómo se nota quién te paga". No sé si se refería a EL PAÍS, al partido socialista o a los dos. En España siempre hay un avispado de turno. O tal vez el avispado de turno sea una figura internacional. La mente de los mezquinos trabaja de esta manera, pensando que el que piensa lo contrario no lo hace de manera honrada, sino por razones espurias, porque le untan o por estar a bien con el poder. Es tan barato como decir que todos aquellos empresarios que están en contra de las reglas antihumo es porque reciben dinero de las compañías tabacaleras. Pero está claro, nos hemos acostumbrado a negarle al contrario la honradez en su criterio. Aunque tú te empeñes en juzgar cada hecho concreto según marque tu conciencia, será un trabajo inútil: en el preciso instante en que tu opinión aparezca en una pantalla de ordenador o del viejo papel, los clasificadores ideológicos la habrán colocado en su casilla correspondiente. No hay escapatoria. Cada opinión sobre cada asunto que protagonizó cada columna, el matrimonio gay, la familia, la Iglesia, Afganistán, Cuba, la ley Sinde, la propiedad intelectual, Chávez, el humo, Belén Esteban, la grosería verbal, la inercia machistoide, los toros en Cataluña, las pensiones, la edad de jubilación, los labios de Leire Pajín, el rescate de Grecia, cualquier cuestión, grave o trivial, definió a quien lo escribía no ya sólo políticamente, también como persona. Qué poca capacidad de ser honestos e inteligentes les concedemos a quienes no piensan como nosotros. Por eso, para qué recordar. Al fin y al cabo, 2011 será igual o, como dicen, peor, y no ya por la crisis, sino porque estaremos aún más entrenados en el desprecio. Por tanto, es mejor perderse una noche de Reyes en otros recuerdos: el olor de las muñecas o de las páginas de un cuento, los nervios de la víspera, el madrugón impaciente. Son cosas que sucedieron hace mucho tiempo, pero que cada 5 de enero te invaden el ánimo.
He cerrado mi agenda de 2010. Suelo guardarlas y no sé bien para qué. Con el tiempo, leo las pequeñas notas que tomé en ellas y se me vuelven indescifrables, como si entrara en la intimidad de una mujer que ya me es ajena. Alguna vez intenté escribir un diario por la curiosidad de recordar con el tiempo quién fui, pero creo, como V. S. Naipaul, que donde uno muestra la verdad acerca de sí mismo es en la ficción; en las memorias o diarios, uno está siempre controlando su imagen. Prefiero dejar que los recuerdos broten por un capricho inesperado del pensamiento. Escribo esto en la noche de Reyes. La más evocadora del año. Más triste aún que la Nochevieja cuando no se tienen niños chicos. Lejos del tumulto infantil de la Cabalgata que en estos momentos atraviesa la ciudad, toda una procesión de sensaciones del pasado recorre mi mente e invade esta habitación solitaria. El olor de las muñecas nuevas, el tacto de su pelo sintético, el ruido de sus ojos al abrirse y cerrarse, las páginas ásperas de un libro de Historias Selección, el tacto cariñoso de unas manoplas, el brillo del charol de unos zapatos que me vienen grandes. También está el recuerdo de ese frío antiguo que nos llevaba a los niños a desnudarnos alrededor de la estufa: caliente la cara, frío el culo. Y el miedo nocturno a las tres presencias fantasmales, queridas y temidas a la vez, que provocaban el único insomnio del año, vencido al fin por el poderoso sueño infantil. Y la extraña envidia por los juguetes de los chicos, por la complejidad mecánica de un coche a pilas o de un pequeño scalextric. La superposición de sensaciones: junto a la alegría de lo que se gana, la constancia, ya desde tan chicos, de lo que se pierde. No hay villancico que lo cante más claro, "La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos, y no volveremos más". Por algo el crítico inglés Cyril Connolly lo citaba siempre como modelo de la verdad que contienen algunas canciones populares. Los años se van para siempre, se resumen en unas cuantas notas escritas en una Moleskine roja. Tal vez, como intento de recuperación de lo vivido, pueda seguir algún día mi rastro en 2010 por el título de los artículos que a menudo anoté en su día correspondiente. Podré recobrar el estado de ánimo en el que los escribí. Hay algunas opiniones con las que creo que ahora no estaría totalmente de acuerdo. Pero qué importa. ¡Ay de aquel que se sienta capaz de firmar sin un mínimo de incomodidad todo aquello que ha escrito! Creo que sí recordaré este 2010 por haber sido ese año en que todo el mundo aseguraba que lo peor estaba por llegar. La Nochevieja de 2010 será aquella en que los mejores deseos se convirtieron en los peores designios. También lo recordaré por la costumbre ya afianzada de desconfiar de todo aquel que no piensa como tú. Eso estaba ya en 2009, pero tal vez sea el recrudecimiento de esa inercia lo que ha terminado siendo agotador. Hace unos días, sin ir más lejos, escribí una pequeña columna sobre la ley del tabaco. Más o menos venía a decir que la regulación antihumo acabará prosperando aunque solo sea porque nos iguala a otros países europeos. Bien, entre los muchos comentarios que obtuvo la pieza no faltó el del avispado de turno que descubría al mundo cuáles eran las razones ocultas de mi posición: "Cómo se nota quién te paga". No sé si se refería a EL PAÍS, al partido socialista o a los dos. En España siempre hay un avispado de turno. O tal vez el avispado de turno sea una figura internacional. La mente de los mezquinos trabaja de esta manera, pensando que el que piensa lo contrario no lo hace de manera honrada, sino por razones espurias, porque le untan o por estar a bien con el poder. Es tan barato como decir que todos aquellos empresarios que están en contra de las reglas antihumo es porque reciben dinero de las compañías tabacaleras. Pero está claro, nos hemos acostumbrado a negarle al contrario la honradez en su criterio. Aunque tú te empeñes en juzgar cada hecho concreto según marque tu conciencia, será un trabajo inútil: en el preciso instante en que tu opinión aparezca en una pantalla de ordenador o del viejo papel, los clasificadores ideológicos la habrán colocado en su casilla correspondiente. No hay escapatoria. Cada opinión sobre cada asunto que protagonizó cada columna, el matrimonio gay, la familia, la Iglesia, Afganistán, Cuba, la ley Sinde, la propiedad intelectual, Chávez, el humo, Belén Esteban, la grosería verbal, la inercia machistoide, los toros en Cataluña, las pensiones, la edad de jubilación, los labios de Leire Pajín, el rescate de Grecia, cualquier cuestión, grave o trivial, definió a quien lo escribía no ya sólo políticamente, también como persona. Qué poca capacidad de ser honestos e inteligentes les concedemos a quienes no piensan como nosotros. Por eso, para qué recordar. Al fin y al cabo, 2011 será igual o, como dicen, peor, y no ya por la crisis, sino porque estaremos aún más entrenados en el desprecio. Por tanto, es mejor perderse una noche de Reyes en otros recuerdos: el olor de las muñecas o de las páginas de un cuento, los nervios de la víspera, el madrugón impaciente. Son cosas que sucedieron hace mucho tiempo, pero que cada 5 de enero te invaden el ánimo.
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Artículos de opinión 2º Bach,
Elvira Lindo
MANOLILLO Y LOS BOMBEROS de Elvira Lindo
EL PAÍS 23/01/2011
Desde que el mundo es mundo, los niños que soñaban con ser escritores eran los rarillos. Una rareza que no se apreciaba, porque ya se encargaban esos niños fantasiosos de que nadie descubriera su diferencia. En este aspecto las cosas no han cambiado. Tú preguntas en una clase, "¿a alguien le gusta escribir?", y las criaturas bajarán la cabeza como si hubieras preguntado quién se masturba o algo parecido. Tal vez un alumno decida romper la tensión señalando a una compañera, "ésta escribe poesías", y lo más probable es que la pobre enmudezca, deseando que sus compañeros se olviden pronto de su tara. El niño que escribe es el rarillo. La niña, la rarilla. Porque en la niñez la destreza para la acción tienen mucho más prestigio que las dotes reflexivas. Algunos maestros me han dicho que hay niños que aspiran a ser zánganos de Gran Hermano. En fin, cada generación ha dado su camada de zánganos, ahora, además, tienen programa en la tele. Pero quiero creer que siguen respondiendo a un primitivo impulso heroico que les hace querer curar, ganar carreras, salvar vidas, pilotar aviones, vencer a un enemigo, perseguir al malo. Y todo eso con un uniforme, si es posible. La otra noche, por esos regalos inesperados que te concede la vida, me vi viajando en un microbús con seis bomberos de Huelva y un niño. Íbamos a la entrega de premios del programa El público lee, que de manera tan inteligente presenta Jesús Vigorra. Los bomberos recibían el premio por su labor de rescate en catástrofes y el niño, Manuel Camacho, el que se le otorgaba a la película Entre lobos. Manolillo, como así lo llamaba su madre, iba fascinado, como el niño Jesús entre los doctores, preguntándoles por tsunamis, terremotos y derrumbamientos. Quería saber con detalle cómo era eso de salvar a otros niños como él, de diez años, o a uno mucho más chico de Haití que él había visto en la tele, un niño con una entereza de adulto que, después de que el perro de rescate hubiera señalado el lugar exacto donde había sido sepultado, esperaba paciente a que los bomberos procedieran a desescombrar el lugar y devolverlo a la vida. Yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por las voces: la del niño Manuel, excitado por estar entre hombres que salvan niños; las de los bomberos, que iban contestando con la buena disposición de quienes aman su oficio y disfrutan contándolo. Los niños adoran a los bomberos. Las mujeres, por otras razones, también. Con el tiempo supe que los gays adoraban a los bomberos por las mismas razones que las mujeres. En realidad, la curiosidad hacia los equipos de rescate es general, porque qué pocos son los adultos que finalmente hacen realidad los sueños heroicos que tuvieron de niños. Una vez que todas las muchachas de la fiesta se hicieron fotos con ellos, me acerqué. Lo bueno de tener esta página, de haber cumplido el deseo secreto de la niña rarilla que fui, es que tengo la excusa perfecta para colarme en las vidas ajenas, y así, de la misma manera que había hecho Manolillo en el microbús, me colé en el corro formado por Luis Felipe, Antonio Zunino, Javier, Florentino y Antonio Bandera. Cinco hombres que se sentían un poco extraños dentro de su uniforme de fiesta: americana azul con botones dorados. Sobre la inmensa espalda de uno de ellos colgaban largas rastas que, en las horas de faena, enrolla dentro del casco de bombero. A diario cumplen un trabajo más o menos monótono, pero se movilizan en cuanto ocurre una catástrofe al otro lado del mundo y, dependiendo de los donativos que reciban para correr con los gastos del viaje, ponen en marcha un destacamento mayor o menor. Dedicaron el premio a esos perros que cumplen un papel fundamental en la tarea. Educados para amar al ser humano, esos animales, no importa su raza, son capaces de dejarse la vida con tal de señalar un punto donde perciben la presencia de un enterrado vivo. Hace tiempo se les entrenaba premiándoles con comida, más tarde se descubrió que la recompensa afectiva les incentiva aún más que la golosina. No dejan que sus perros tengan malas experiencias con humanos, porque el secreto de su entrega en el rescate está en que piensen que todo humano es siempre un amigo. Cada bombero convive con su perro. El grado de colaboración entre ellos es tal que pronunciaron el nombre de todas sus mascotas. Esto sólo puede parecer pueril a quienes no sean capaces de calibrar hasta qué punto es posible la camaradería entre un animal y un hombre o no se detengan a pensar que el resultado de esa cuidadosa convivencia es la salvación de un ser humano. Estos hombres viajan a distintos países para entrenar a otros bomberos en su especialidad de rescate. En Haití colaboraron con colegas peruanos. Salvaron a veinte personas. La idea es que cuanto más cerca de la tragedia haya bomberos expertos más se acorta un tiempo que puede ser fatal en la vida de un sepultado. Uno de los bomberos me pidió que me hiciera una foto con él. Para mi novia, dijo, que te sigue. Y yo pensé, el tiempo diluye las diferencias: aquí está uno de aquellos niños de acción que persiguió el sueño de ser heroico, y aquí, una de esas rarillas que quería escribir. Ellos, los audaces, actúan; nosotros, los medrosos, contamos su historia.
Desde que el mundo es mundo, los niños que soñaban con ser escritores eran los rarillos. Una rareza que no se apreciaba, porque ya se encargaban esos niños fantasiosos de que nadie descubriera su diferencia. En este aspecto las cosas no han cambiado. Tú preguntas en una clase, "¿a alguien le gusta escribir?", y las criaturas bajarán la cabeza como si hubieras preguntado quién se masturba o algo parecido. Tal vez un alumno decida romper la tensión señalando a una compañera, "ésta escribe poesías", y lo más probable es que la pobre enmudezca, deseando que sus compañeros se olviden pronto de su tara. El niño que escribe es el rarillo. La niña, la rarilla. Porque en la niñez la destreza para la acción tienen mucho más prestigio que las dotes reflexivas. Algunos maestros me han dicho que hay niños que aspiran a ser zánganos de Gran Hermano. En fin, cada generación ha dado su camada de zánganos, ahora, además, tienen programa en la tele. Pero quiero creer que siguen respondiendo a un primitivo impulso heroico que les hace querer curar, ganar carreras, salvar vidas, pilotar aviones, vencer a un enemigo, perseguir al malo. Y todo eso con un uniforme, si es posible. La otra noche, por esos regalos inesperados que te concede la vida, me vi viajando en un microbús con seis bomberos de Huelva y un niño. Íbamos a la entrega de premios del programa El público lee, que de manera tan inteligente presenta Jesús Vigorra. Los bomberos recibían el premio por su labor de rescate en catástrofes y el niño, Manuel Camacho, el que se le otorgaba a la película Entre lobos. Manolillo, como así lo llamaba su madre, iba fascinado, como el niño Jesús entre los doctores, preguntándoles por tsunamis, terremotos y derrumbamientos. Quería saber con detalle cómo era eso de salvar a otros niños como él, de diez años, o a uno mucho más chico de Haití que él había visto en la tele, un niño con una entereza de adulto que, después de que el perro de rescate hubiera señalado el lugar exacto donde había sido sepultado, esperaba paciente a que los bomberos procedieran a desescombrar el lugar y devolverlo a la vida. Yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por las voces: la del niño Manuel, excitado por estar entre hombres que salvan niños; las de los bomberos, que iban contestando con la buena disposición de quienes aman su oficio y disfrutan contándolo. Los niños adoran a los bomberos. Las mujeres, por otras razones, también. Con el tiempo supe que los gays adoraban a los bomberos por las mismas razones que las mujeres. En realidad, la curiosidad hacia los equipos de rescate es general, porque qué pocos son los adultos que finalmente hacen realidad los sueños heroicos que tuvieron de niños. Una vez que todas las muchachas de la fiesta se hicieron fotos con ellos, me acerqué. Lo bueno de tener esta página, de haber cumplido el deseo secreto de la niña rarilla que fui, es que tengo la excusa perfecta para colarme en las vidas ajenas, y así, de la misma manera que había hecho Manolillo en el microbús, me colé en el corro formado por Luis Felipe, Antonio Zunino, Javier, Florentino y Antonio Bandera. Cinco hombres que se sentían un poco extraños dentro de su uniforme de fiesta: americana azul con botones dorados. Sobre la inmensa espalda de uno de ellos colgaban largas rastas que, en las horas de faena, enrolla dentro del casco de bombero. A diario cumplen un trabajo más o menos monótono, pero se movilizan en cuanto ocurre una catástrofe al otro lado del mundo y, dependiendo de los donativos que reciban para correr con los gastos del viaje, ponen en marcha un destacamento mayor o menor. Dedicaron el premio a esos perros que cumplen un papel fundamental en la tarea. Educados para amar al ser humano, esos animales, no importa su raza, son capaces de dejarse la vida con tal de señalar un punto donde perciben la presencia de un enterrado vivo. Hace tiempo se les entrenaba premiándoles con comida, más tarde se descubrió que la recompensa afectiva les incentiva aún más que la golosina. No dejan que sus perros tengan malas experiencias con humanos, porque el secreto de su entrega en el rescate está en que piensen que todo humano es siempre un amigo. Cada bombero convive con su perro. El grado de colaboración entre ellos es tal que pronunciaron el nombre de todas sus mascotas. Esto sólo puede parecer pueril a quienes no sean capaces de calibrar hasta qué punto es posible la camaradería entre un animal y un hombre o no se detengan a pensar que el resultado de esa cuidadosa convivencia es la salvación de un ser humano. Estos hombres viajan a distintos países para entrenar a otros bomberos en su especialidad de rescate. En Haití colaboraron con colegas peruanos. Salvaron a veinte personas. La idea es que cuanto más cerca de la tragedia haya bomberos expertos más se acorta un tiempo que puede ser fatal en la vida de un sepultado. Uno de los bomberos me pidió que me hiciera una foto con él. Para mi novia, dijo, que te sigue. Y yo pensé, el tiempo diluye las diferencias: aquí está uno de aquellos niños de acción que persiguió el sueño de ser heroico, y aquí, una de esas rarillas que quería escribir. Ellos, los audaces, actúan; nosotros, los medrosos, contamos su historia.
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Elvira Lindo
HACER Y DESTRUIR de Elvira Lindo
EL PAÍS 26-01-2011
Hacer siempre es difícil. Hacer una mesa sólida, dar una buena clase, preparar una comida sabrosa, escribir un artículo redondo, pintar un cuadro misterioso, cortar un vestido elegante, crear una novela memorable, componer una canción para recordar. Hacer algo bien es siempre difícil. Pero, si me apuran, aunque el resultado no apunte a la excelencia, la mesa no sea práctica, la clase resulte tediosa, la comida insulsa y la canción olvidable también habrá detrás un trabajo. Hacer supone un riesgo. No siempre los resultados son como uno espera. Sea como fuere, me merecen más respeto los que hacen que los que, protegidos por su inactividad, se dedican solo a reaccionar ante las obras de otros. Cuánto le gustaba a Pla esa frase de Paul Valéry, "la horrible facilidad de destruir". Sí, ese es el signo de los tiempos, la tendencia imparable a emitir un juicio inmediato sobre lo que otros hacen. Todos formamos parte de un jurado popular. Entramos en un artículo y comentamos, "este tío no tiene ni puta idea de lo que dice"; o alertamos a nuestros amigos de las redes sociales, "mucho me temo que ese libro es pura bazofia". Casi ni hace falta ver las cosas que otro hace para juzgarlas. Lo importante, en esta democracia de la reacción, es la rapidez con que uno puede aliviar su ira. Jaron Lanier, uno de los pioneros de Internet que popularizó el término "realidad virtual", ya alertó sobre esa cultura reactiva, que no se limita a la Red sino que se ha instaurado como costumbre: incluso las columnas están plagadas de reacciones ante lo que han escrito otros. Hacer siempre es difícil; reaccionar, sencillo. Hay personas que viven reaccionando. Y me pregunto cómo hay tantas reacciones en horario laboral: ¿no será que quienes reaccionan tan iracundos ante lo que hacen otros no están cumpliendo adecuadamente con su propio trabajo?
Hacer siempre es difícil. Hacer una mesa sólida, dar una buena clase, preparar una comida sabrosa, escribir un artículo redondo, pintar un cuadro misterioso, cortar un vestido elegante, crear una novela memorable, componer una canción para recordar. Hacer algo bien es siempre difícil. Pero, si me apuran, aunque el resultado no apunte a la excelencia, la mesa no sea práctica, la clase resulte tediosa, la comida insulsa y la canción olvidable también habrá detrás un trabajo. Hacer supone un riesgo. No siempre los resultados son como uno espera. Sea como fuere, me merecen más respeto los que hacen que los que, protegidos por su inactividad, se dedican solo a reaccionar ante las obras de otros. Cuánto le gustaba a Pla esa frase de Paul Valéry, "la horrible facilidad de destruir". Sí, ese es el signo de los tiempos, la tendencia imparable a emitir un juicio inmediato sobre lo que otros hacen. Todos formamos parte de un jurado popular. Entramos en un artículo y comentamos, "este tío no tiene ni puta idea de lo que dice"; o alertamos a nuestros amigos de las redes sociales, "mucho me temo que ese libro es pura bazofia". Casi ni hace falta ver las cosas que otro hace para juzgarlas. Lo importante, en esta democracia de la reacción, es la rapidez con que uno puede aliviar su ira. Jaron Lanier, uno de los pioneros de Internet que popularizó el término "realidad virtual", ya alertó sobre esa cultura reactiva, que no se limita a la Red sino que se ha instaurado como costumbre: incluso las columnas están plagadas de reacciones ante lo que han escrito otros. Hacer siempre es difícil; reaccionar, sencillo. Hay personas que viven reaccionando. Y me pregunto cómo hay tantas reacciones en horario laboral: ¿no será que quienes reaccionan tan iracundos ante lo que hacen otros no están cumpliendo adecuadamente con su propio trabajo?
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